Desde hace unas semanas asistimos
a lo que consideramos una despiadada campaña por parte de los centros
comerciales de Canarias en favor de los ya populares “Halloween”, una
costumbre de origen anglosajón y cuya paulatina aceptación a cargo de niños y
sus papás desgraciadamente está incidiendo de forma negativa en la tradición
canaria de los “finados”, una celebración arraigada en nuestras medinas y
pueblos del interior de las islas. Los “Halloween” se introducen cada
vez más en Canarias debido a apoyo de algunos centros escolares, a través de
los profesores de inglés, y la publicidad cada vez más intensa por parte de los
comerciantes que con su publicidad se atraen a los niños y sus papás. Una
fiesta evidentemente comercial, que deja sus dividendos a los propietarios de
las tiendas especializadas en estos tipos de eventos infantiles. Es una pena
que se pierdan nuestras costumbres en favor de otras que no tienen nada que ver
con la idiosincrasia de los canarios.
El “Halloween” o Noche de
Brujas es una fiesta propia de la cultura celta cuya celebración ha arraigado
de forma claro en muchas regionales de los Estados Unidos, en la noche del 31
de octubre. Como se sabe, los niños norteamericanos se disfrazan para la
ocasión y pasean por las calles solicitando dulces de casa en casa. Tras llamar
a la puerta, los niños de forman simpática pronuncian las palabras ya
“archiconocidas” entre los niños canarios como “truco o trato”, “dulce o truco”
o “dulce o travesura”, etc. Si los adultos o los propios pequeños de la casa
les dan caramelos, dinero o cualquier otro tipo de recompensa, se interpreta
que han aceptado el trato. En caso negativo, los chicos les gastarán una broma
siendo la más corriente arrojar huevos o espuma de afeitar contra la puerta del
inmueble.
Por el contrario, en la costumbre
de los canarios, los “finaos” es también una fiesta que se celebra la víspera
del día 1 de noviembre, Fiesta de todos los Santos, en la que se recuerdan a
nuestros antepasados, a nuestros familiares fallecidos y hablar de ellos.
Consiste en la reunión de familiares, amigos y vecinos donde se conversa y se
comen los frutos de esta época como castañas, nueces, almendras, manzanas de la
tierra, etc. Esto se acompañaba con anís, vino dulce o ron miel. En este
contexto se organizaban taifas con bailes típicos de la tierra. En algunos
pueblos nuestros los tradicionales Ranchos de Ánimas van por las casas tocando
y pidiendo dinero para encargar misas por los difuntos de la comunidad. En la
tradición isleña se insiste que los pequeños cogían una talega pasando por las
casas y pidiendo por los santos. Tras tocar en la puerta, los pequeños
preguntaban si había santos. Los dueños de la casa indicaban que sí,
depositando en las talegas de los niños nueces, almendras, castañas o higos
pasados. La costumbre anglosajona se asemeja más una fiesta de carnaval toda
vez que los niños se disfrazan con atuendo y elementos de ultratumba, con
calabazas a modo de calavera, etc. Esa fiesta iría mejor en nuestros carnavales
en febrero, pero no ahora.
En una encuesta iniciada por el
rotativo Canarias7, la fiesta de los “Finaos” gana por goleada a la de “Halloween”,
arrojando el resultado hasta el momento de escribir este comentario una aceptación
mayoritaria de la tradición canaria. Nuestra celebración, a pesar de la fuerte
presión comercial, se impone a nivel de calle por abrumadora mayoría. La
globalización tiene ese riesgo que por mor de la novedad, se imponen costumbres
sin ton ni son y que no tiene nada que ver con nosotros. Lo mismo está
sucediendo con fiestas tan tradicionales como la de los Reyes Magos frente a la
del Papá Noel. De hecho al ver esta colonización cultural nos da rabia que
fiestas tan nuestras vayan perdiendo fuerza o se pierdan por la introducción de
otras foráneas por el hecho de que son de fuera. Es verdad que nuestro pueblo
canario, al estar enclavado en esta zona atlántica, esta abierto a otras culturas
siendo al mismo tiempo una plataforma de encuentro con otros pueblos del mundo.
Pero ello no debe implicar un olvido de nuestras raíces culturales o renunciar
a nuestro patrimonio común.
Por Sebastián Sarmiento Domínguez
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